23.12.14

EL TECHO DE CASA PARECE MÁS BAJO AHORA QUE VOLVÍ

Sé la imagen que estoy dando. Sentado frente al televisor soy igual al viejo. Al viejo de cuando yo era chico porque aunque la panza nos iguale, él ya acumula varias marcas de la vejez que me espera. Está viejo el viejo. Como si le hubiesen abrochado la piel a un diminuto yunque invisible, que tira bruscamente sus rasgos hacia abajo. Está viejo el viejo. Viejo, cansado y distraído. Es el momento perfecto para actuar.

Sin planearlo, la vida me concede la revancha de una lucha olvidada e insignificante. Voy a su escritorio, salto hasta el "cajón secreto" y fuerzo la traba sin ningún tipo de contemplación. Merezco saber. Salen las fotos de un verano tropical en la playa, collarcitos, una nota escrita con letra apurada y un adornito de plástico con líquido adentro.

Instintivamente agarro las fotos. Es inútil. Ningún detalle me regala saber adónde fueron tomadas. Se trata de una secuencia involuntaria de cuatro tomas, con fondo de palmeras genéricas. La primera fue sacada antes de tiempo, muestra a los retratados intentando colocarse en su lugar. En la siguiente el viento parece jugarles en contra y el pelo se les mete en los ojos o quizás sea arena. La tercera consigue un porte paradisíaco y alegre, que seguramente es lo que buscaban. La que más me gusta es la cuarta porque aparecen relajados de la pose que acaban de representar. Creo que también me gusta porque es la más reveladora. 

Me tomo el tiempo para realizar el escrutinio. En el medio hay dos mujeres con bikinis viejas y el pelo largo teñido, una de negro negrísimo, la otra para el lado del naranjado. A sus bordes hay dos tipos. El de la izquierda es el viejo, el único que reconozco.Tiene la camisa desprendida y mira a su compañero de forma cómplice. El otro tipo es alto, bien alto, usa lentes Ray Ban y el short de baño solo. Le ríe a mi papá con la boca abierta por la gracia que acaba de hacer, gracia que al parecer, consiste en agarrar fuerte de la cintura a su compañera pelirroja y desprevenida. El cuadro porceliano se completa con la chica, mujer llevandosé la mano a la boca en una expresión de "ay, que barbaridad" que también busca complicidad en su congénere pero sin obtener respuesta, porque la morocha sale mirando al viejo, que no la mira. Como si su primer instinto hubiera sido mirarlo a él pero el de él no. 

Atrás hay una foto más, más chica y medio borrosa. Es el viejo con la vieja, con mamá, sonriendo de forma solemne al lente de la cámara, adelante de un avión. No entiendo. Busco en la carta alguna señal pero lo único que consigo desenmarañarle a esa maleza de tinta son los números. 5,47 y la fecha, 04/82.  Agarro el adornito y lo muevo haciendo que un montón de destellos y delfines se desplieguen. No entiendo.

Vuelvo a sentarme al televisor pero ya no soy el mismo. Estoy peor. Si hubiera dejado el cajón cerrado la orden de no abrirlo sería una orden más, entre las miles de negativas que te dan cuando sos chico. Pero cuando yo descubrí el "cajón secreto", un cajoncito irrelevante y medio escondido en todo el mueble, papá me retó de forma especial y yo noté que había algo diferente en esa prohibición. 

En el sillón repaso los elementos, uno los puntos, evoco las caras, calculo las fechas. Por más que palpito la certeza no logro convencerme ¿Cómo puede ser que papá no fue a Malvinas?

Y ahora, cuando el viejo se levante de su sagrada siesta, no puedo preguntar. No puedo preguntar generando un drama por algo tan lejano. No puedo preguntar revelando que cometí la infidencia. No puedo preguntar porque soy un tipo grande, sin trabajo, que encima de vivir en su casa, se pone sus pantuflas y le hurga las cosas. 

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